"No tengo tiempo para leer todo lo que tengo pendiente, y cuando leo no se me queda casi nada"
He aquí dos de la principales preocupaciones que amenazan al pobre lector. Quien tiene afición, y disposición lectora, y hasta unos buenos hábitos lectores, se ve asaltado e incluso angustiado por estas dos tentaciones: la de considerar que es absurdo seguir acaparando libros y la de pensar que es absurdo leer cosas de las que luego no te acuerdas en absoluto.
Respecto a la primera angustia, la de tener una biblioteca inabarcable, mayor que nosotros, me gustaría aliviarla con una reflexión que leí a Umberto Eco. Venía a decir aquel sabio que el tamaño no importa, que tener en casa, en tu biblioteca particular, libros que sabes que nunca llegarás a leer no sólo es bueno sino que resulta educativo... Porque los libros enseñan incluso cuando no se leen, porque el mismo hecho de conocer su existencia, leer sus títulos o las solapas, hojearlos de vez en cuando te enseña a conocer tus límites, a dimensionar tu ignorancia. Es en última instancia una cura de humildad y de realismo. Y eso nunca viene mal.
Por otro lado, esa idea de que luego no me acuerdo de lo leído no debería preocuparnos tanto. Es verdad que se puede paliar si leemos como leen los estudiantes, subrayando, tomando notas, haciendo esquemas... Otra solución es optar por la lectura rumiante, lenta, meditativa. Se lee poco así, pero se lee bien. Este es el tipo de lectura que hacían los monjes medievales y algo parecido a lo que recomendaba el gran Jaime Balmes: leer mucho -y releer- pero cosas bien seleccionadas. De todas formas, aunque no se haga eso, la lectura es como un proceso de lavado de cerebro en el buen sentido de la expresión. Es un ejercicio que hace que nuestras habilidades intelectuales se mantengan en forma. Los libros son al cerebro lo que el peine al cabello. Ayudan a que tengamos la mente limpia y desenredada.
F. Javier Garisoain
El librero de Urroz
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