Los libros son como las personas. Nosotros pasamos por esta vida como una mezcla de cuerpo, alma y vestido. Los libros igual: llevan entre líneas un trozo del alma del autor, el cuerpo creado por el impresor y un vestido que es su encuadernación. Qué poco conocemos a la gente, empezando por nosotros mismos. Nadie lee al otro por entero. A menudo ni siquiera hablamos el mismo idioma. Y sabemos sin embargo, perfectamente, cuando nos miramos de reojo, que hemos de tratarnos como personas aunque no nos entendamos.
Si yo fuera analfabeto podría seguir siendo librero. Clasificaría los libros por su tamaño, por sus colores, por su grosor, por sus dorados, por sus lujos o su humildad, por su edad y las arrugas de su vida esclava. Los ordenaría según las patitas de sus letras, por la forma de las oes, por los percances de una vida azarosa reflejada en golpes, manchas de tinta o de cera o de lágrimas o de sangre. Dejaría a un lado los que tuvieran marcas de insectos o ratón bibliófago y al otro los lustrosos e impolutos que nadie leyó porque no merecían quizás la pena.
Catalogaría los libros por su belleza. Los vendería en un mercadillo, o en mi tienda cochambrosa, y a falta de letras atendería más y mejor los comentarios de mis clientes, esos de quienes siempre se aprende. Sobre libros entre otras cosas.
Aún ciego pienso que podría seguir siendo librero, porque serlo no es mas que tratar de ponerlos en orden sin desfallecer jamás. Separaría los libros por el tacto de la piel o el grueso de sus papeles, o por el relieve gozoso de la imprenta antigua y por el crujir de sus hojas en los días secos de agosto. Reconocería su presencia y su clase simplemente al respirar junto a ellos. Juntaría los libros según tuvieran olor a tabaco, a canela, a perfume o a tinta fresca. Tendría un ayudante joven, capaz de leer las letras diminutas, y seguiría siendo analfabeto.
Vendería, en fin, los libros como quien vende diamantes o vinos sin etiqueta. Y me los compraríais a ciegas, por capricho, porque sí, por el mero gusto de tener un viejo pergamino sobre un atril, en el salón, por poder acariciarlos en el pasillo, porque algunos son muy bellos, o incluso por el gozo de sospechar que, tal vez, tan solo a un paso, se tienen por escrito todas las soluciones a todos los males imaginables. Y podríamos tal vez llegar a leerlo un día. Pero somos analfabetos.